Los argentinos se caracterizan por ser buenos pilotos de tormentas. Surfean las crisis económicas y se adecuan a la realidad tan volátil, como pendular. Pero 2020 fue más que una debacle financiera. La crisis sanitaria no fue igual a la económica. La devoró. Cada ciudadano tenía el temor hasta de manejar el dinero. El coronavirus modificó no sólo los hábitos de consumo; también la forma de relacionarnos económicamente. Las transacciones eran más distantes que siempre. Así, de la noche a la mañana, el consumidor y el vendedor tuvieron que adaptarse al uso de las aplicaciones de pago o billeteras virtuales. Fue un gran salto en la tecnología, dado por una enfermedad que, afortunadamente, en estas épocas no es tan grave para el conjunto de la sociedad.

El Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO), montado por el Gobierno nacional como una manera de evitar el contagio, golpeó la actividad económica. Sólo en el primer semestre de 2020, la caída superó el 12%, sólo comparada con la crisis de fines de 2001 y principios de 2002. El cierre de ese año marcó una retracción del 10,2%.  Con una menor depreciación del tipo de cambio oficial y del congelamiento de un conjunto de precios regulados, la inflación se desaceleró ese año al 36,1%. Pero el problema iba más allá de la actividad. Golpeó con fuerza al mercado laboral que, a raíz del aislamiento, los trabajadores dejaron de ir a la oficina y las fábricas trabajaban al mínimo de su capacidad. Los sectores más afectados fueron la construcción, los hoteles.

Las ventas cayeron y se produjo un fuerte cierre de negocios que, según la Cámara Argentina de la Mediana Empresa (CAME), totalizaron los 90.000 casos en todo el país. El escenario implicó el cierre de 41.200 pequeñas y medianas empresas, que involucró a 185.300 empleados.

La resultante de ese proceso fueron dos tendencias: el incremento de la informalidad (en Tucumán casi la mitad de los asalariados están en negro) y la irrupción de los emprendimientos denominados showroom o ventas online de particulares.

El de la Argentina fue uno de los confinamientos más prolongados del planeta. Como una manera de enfrentar la crisis sanitaria y económica, el Gobierno nacional de entonces generó una batería de medidas para frenar el cierre de comercios e industria. Así el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP), que implicó la postergación o reducción de las contribuciones patronales destinadas al sistema previsional, el pago por parte del Estado del 50% del salario de los trabajadores registrados del sector privado y un subsidio del costo financiero de los créditos destinados a los trabajadores independientes; y el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), un programa que consiste en una transferencia monetaria para los trabajadores informales y para los independientes que pertenecen a las categorías más bajas del monotributo.

Las medidas de aislamiento provocaron una fuerte caída de la recaudación e incrementaron el gasto del Estado nacional por aquello de la protección a los sectores más vulnerables, a las empresas y a las provincias. Pero la pandemia sólo profundizó la recesión. La Argentina venía de un proceso de contracción de su economía, con el paulatino deterioro de su moneda, con una inflación galopante y un deterioro constante de las condiciones socioeconómicas de su población. Cinco años después, las secuelas económicas persisten. El Gobierno intenta encarrilar el rumbo de una economía que todavía no se estabiliza, aunque los organismos internacionales sostienen que este año será el del despegue, con una expansión del Producto Bruto Interno (PBI) del 5%. La inflación ha cedido a niveles menos traumáticos, aunque a la actual gestión de Gobierno le está costando sostener el nivel de precios. Los dólares siguen faltando en la economía, mientras la Casa Rosada intenta firmar el 23 acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Ese entendimiento puede ser una nueva oportunidad para que el país corrija los desequilibrios hasta 2029, cuando deba pagar el capital de la deuda acumulada a lo largo de los últimos años.

La pandemia continúa, pero no es sanitaria; es económica. El virus se llama inflación. Y la cura tiene el color verde del dólar.